El ángel de rotas alas la observa tras las nubes, mientras la brisa agita el desventurado destino de su aureola.
La niña entre los árboles siente el violeta grisáceo de su mirar.
Espera a que vuele hacía ella, pero inmóvil se mantiene.
Ella finge una sonrisa, juega con sus dedos.
Él mucho dolor oculta, teme salir herido nuevamente.
Perder lo poco que aún puede considerar suyo, su tristeza.
¡Oh, pobre criatura! En un intento improvisado decide volar, más sus alas débiles y maltratadas no logran sostenerlo.
Se derrumban sobre las flores de loto, esas que flotan al atardecer antes de ahogarse en la corriente.
La niña pretende creer que cree, en cualquier instante perderá la fe.
Si un ángel no reúne el valor suficiente, por qué ella lo ha de hacer.
La misma distancia hay de las nubes al suelo, que del miedo a su corazón.
Sólo basta una señal, y quedaría sellado.
Un momento de sincero silencio, un suspiro premeditado y un dulce trocito de verdad.
Entre risas, ella busca sus ojos. Aquel rocío tan seco que inundó el desierto de vertiginosos caudales.
Saben que el amor podría volar más allá de las constelaciones terrenales.
Pero como tal como sus alas, lo cubren con vendajes en la oscuridad.
Cada centímetro de lejanía destruye la melodía que ambos podrían cantar.
Las aves en el arco del ocaso emprenden el vuelo para no regresar, y el ángel, su ángel junto con ellas se va.